Se hace urgente recuperar esta habilidad que un día tuvimos. Y no me refiero a la oratoria, sino al diálogo. No estoy hablando de entrenar la capacidad de exponer ideas con claridad, sino a la de exponerlas en el marco de un intercambio. Tampoco hablo de la discusión o el debate, en los que se intenta convencer al otro, sino de la simple conversación.
Hemos olvidado que no se trataba en el mejor de los casos de guardar silencio cortes mientras el otro interviene pero sin escuchar lo que dice. Usamos el espacio en que estamos callados para preparar la respuesta sin oír la suya. Nos creamos una etiqueta del interlocutor por sus primeras palabras (es de "los míos", es de "los otros") y construimos el resto de la interlocución sobre esa presunción apoyándole en un caso -y apoyándonos en él esperando su lealtad corporativa-, o contradiciéndole en todo lo que sostenga sea lo que sea por ahorrarnos trabajo y no salirnos del cliché.
Concebimos el intercambio de opiniones como batalla en la que uno está en lo cierto y el otro errado. En la que el objetivo es vencer al otro (ni siquiera convencerlo), ganarlo, aplastarlo con nuestros argumentos o las formas. Y estamos desaprovechando las posibilidades de aprendizaje mutuo que una conversación tiene.
Preferimos el monólogo colectivo de los que opinan lo mismo a la divergencia. Nos sentimos confortablemente rodeados de opiniones iguales a las nuestras que nos refuerzan. No manejamos bien la incomodidad de la diferencia de opiniones. Y es así a menudo por el apriorismo de nuestro dogmatismo que nos hace sentirnos en lo cierto sin fisuras.
Hemos perdido la capacidad de la empatía de tratar de entender por qué el otro piensa lo que piensa, y la humildad de plantearnos en qué puede que lleve razón y yo esté equivocado. Vamos a la conversación a enseñar al equivocado la verdad y nunca a aprender del otro que puede aportarnos nuevos puntos de vista.
Se hace urgente recuperar el espíritu de construcción de algo común aun en lo mínimo de una conversación cotidiana. Por encima de la agresiva necesidad de demostrar mi versión sobre la suya. Sin renunciar a la asertiva postura de reconocernos el derecho a tener opiniones sólidas pero sin entender por ello que el que opina distinto no lo tiene igual porque está equivocado desde nuestra óptica.
Recomiendo que lo pruebe quien no lo ha hecho. Nada hay tan intelectualmente estimulante ni tan gratificante que una auténtica conversación de altura.
Y ya.
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