“Con frecuencia
utilizo la palabra historia para referirme a los pensamientos o secuencias de
pensamientos que tenemos el convencimiento de que son reales. Una historia
puede ser sobre el pasado, el presente o el futuro; sobre cómo deberían ser las
cosas, como podrían ser o por qué son. Las historias aparecen en nuestra mente
cientos de veces al día. Las historias son teorías que no han sido probadas ni
investigadas y que nos explican el significado de estas cosas. Ni tan siquiera
nos damos cuenta de que son teorías. ¿En qué medida tu mundo está construido
por historias que no has examinado?”.
La mayoría de nosotros creemos que podemos cambiar lo
que los demás piensan; de otro modo, no pasaríamos tanto tiempo en la vida
dándole vueltas a “qué opinan los demás de nosotros” y tratando de mejorar su
juicio sobre nuestra persona. Eleanor Roosevelt dijo: “Nadie puede hacer que te
sientas inferior si tú no lo permites”. Esta afirmación pone el foco de
atención hacia nosotros mismos y no en los demás; por ello, quizá el único
pensamiento que precisa ser cambiado es la creencia de que “los demás deberían
pensar diferente”.
Querer tener razón es la enfermedad crónica
de la humanidad, seguramente una de las causas que han enfrentado más a las
personas, las naciones y las religiones organizadas del planeta. La posesión de
las personas por sus propias ideas es siempre una causa de sufrimiento. El
problema, al consistir las creencias en “posesiones mentales” no visibles, ha
sido buscar la solución a nuestras diferencias tratando de cambiar a los demás
antes que examinar la causa real de los conflictos (la necesidad de tener
razón).
En demasiadas ocasiones comprobamos cómo querer
imponer nuestras razones y opiniones a los demás nos cuesta caro. Tal vez
logremos desautorizar las ideas de alguien, pero al final acabamos con una
razón más y un amigo menos. ¿Vale la pena? Seguramente no. El resultado es que
querer estar siempre en posesión de la verdad consume una gran cantidad de
energía y tiempo que nos impide disfrutar de los demás y de la paz mental de
saber que en el fondo todos tenemos nuestra propia lógica.
¿Es mejor tener razón a toda costa antes que ser
feliz? Que cada uno responda esta pregunta con sinceridad.
Una creencia es algo a lo que te
aferras
porque crees que es verdad”
Deepak Chopra
La perspectiva materialista o newtoniana del universo
nos conduce acosificar todo con lo que entramos en contacto, ya sea
algo material o inmaterial. Incluso lo no material, como un pensamiento, acaba
tomando forma y se convierte en objeto de conflicto. Así, una idea o una
creencia se acaban convirtiendo en una posesión, una propiedad,
algo que debe ser defendido para que no perezca.
Todo pensamiento consciente, repetido durante un
tiempo, se convierte en un programa mental invisible. Con el
tiempo acumulamos opiniones, creencias, que pasan a conformar lo que llamamos identidad
construida o ego. Si alguien agrede esas posesiones mentales, en
realidad es como si lanzara un ataque personal, porque confundimos pensamiento
e identidad. No parece sensato confundir lo que somos con lo que pensamos, pero
esto no lo tienen tan claro quienes se aferran a sus creencias con
desesperación.
Tener opiniones es normal, también tener gustos y
preferencias… pero que esas ideas y predilecciones le tengan a
uno cautivo o secuestrado es una trampa. El libre pensamiento es una conquista
humana, pero la libertad de opinión se convierte en una desventaja cuando las
posiciones mentales impiden abrirse a nuevas perspectivas o puntos de vista que
no concuerdan con las propias.
La pregunta ¿somos nuestras creencias? se responde con
un rotundo no. Desde luego, tenemos convicciones, pero en esencia
no somos lo que pensamos; a un nivel profundo y esencial, nuestras opiniones no
pueden definirnos. Pero llegar a esta claridad no es sencillo ni rápido. De
hecho, los conflictos del mundo son tanto disputas por pertenencias materiales
(cosas) como por posesiones inmateriales (ideales). Cuando entendemos que tenemos una
mente y la usamos, pero que no somos esta, nos liberamos de su contenido y nos
autoexcluimos de cualquier conflicto y, por tanto, sufrimiento.
Todos mantenemos un diálogo interior
que reafirma continuamente lo que creemos, y después nos pasamos la vida
buscando personas y situaciones en las que encajen nuestras creencias para
poder así reafirmarlas. El objetivo de toda creencia no es, como debería ser,
contrastarse, sino validarse una y otra vez aunque sea a la fuerza. Estas
creencias o historias mentales nocuestionadas acaban por suponer un
problema: no tienen ninguna relación con la realidad. ¿Qué pasaría si no
tuviéramos ningún criterio mental no validado que contarnos? Seríamos libres de
la necesidad de dividir el mundo entre los que están de acuerdo y los que no lo
están. Y sobre todo, no estaríamos condicionados por cosas que creemos, pero no
son verdad.
O bien nos apegamos a los pensamientos, sin más
examen, o bien los cuestionamos en busca de la verdad. No hay más opciones.
Cuando una creencia nos domina, llegamos a pensar que
todo el mundo piensa, o debería pensar, lo mismo. Pero hay opiniones para todos
los gustos, la diversidad construye el mundo, y aunque parezca extraño, hay
personas que creen cosas muy diferentes a las que nos parecennormales.
Ver las cosas desde distintas perspectivas no es fruto de un lavado de cerebro,
sino de preferencias, cultura, contextos… Sin duda, aquellos que no esperan que
todo el mundo esté de acuerdo con ellos gozan de una mayor tranquilidad mental,
que es de lo que va la vida.
¿Pero cómo liberarse del apego a las creencias? No es
el apego el problema real, sino la identificación. Pelear contra una creencia o
un hábito no tiene sentido, es una lucha perdida. En cambio, dejar de
identificarse con esa forma de pensar, cuestionarla, examinarla, soltarla, incluso
sacrificarla, es el principio de la libertad o de cómo librarse de esta particular
tiranía.
No reaccionar con hostilidad a las ideas de los demás
es una de las maneras más sencillas de superar el apego a las propias. Pero
solo se puede no reaccionar a sus creencias si se entiende que
estas no son su identidad, sino una posesión mental, que además
siempre se puede cambiar por otra. Una vez más, todos tenemos opiniones
y criterios, pero eso no significa que sean lo que somos. Cuando lo
comprendemos, la distancia entre las personas es exactamente… cero.
Aceptar las ideas de otros es en realidad más sencillo
de lo que parece. Basta con tener presente que aceptarlas no significa adoptarlas
o validarlas (no significa estar de acuerdo). Es más bien aceptar que
no entendemos a todo el mundo, ni que todo el mundo nos entenderá. Es más
sencillo aceptarlos a ellos (aunque tal vez no sus ideas) porque no hacerlo
complica la vida de todos. Resistirse, negarlos, es luchar, y vivir así es
verdaderamente muy, muy difícil.
Una de las mejores maneras de
persuadir
a los demás es escuchándolos”
Dean Rusk
El disgusto que sentimos ante las ideas que no nos son
afines es proporcional al grado de apego que tenemos a las propias (o la poca
disponibilidad para cambiarlas por otras). Cuanto más apego tenemos a una
creencia, más disgusto sentiremos cuando nos enfrentemos a las contrarias. Es
fácil deducir que no es la idea del otro lo que nos causa molestia, sino
nuestro rechazo a aceptar puntos de vista diferentes. No es su creencia el
problema, sino nuestra posición contraria a ella.
Para llevar todo lo anterior a la práctica sirve
recordar que cada vez que alguien exprese una creencia alejada de las propias,
y ello genere un cierto disgusto, podemos preguntarnos: “¿qué está sucediendo
ahora en mi mente?”. Y “¿en qué parte de mi cuerpo siento el rechazo?”. No se
trata de cambiar nada, sino simplemente de observar lo que sucede. La
observación desapegada y neutral hará posible la aceptación.
Disponemos de una técnica para aceptar comportamiento
y creencias ajenas, y se llama asertividad. Consiste en no
reaccionar al pensamiento o comportamiento de los demás de forma vehemente,
pero sí con autorrespeto y autoestima. Es decir, no adoptando una actitud
defensiva o agresiva (ambas son el mismo error), sino reafirmando y expresando
la posición personal sin tratar de imponerla al otro.
Y una palabra final: escuche. Escuchar con interés a
las personas, aunque lo que digan esté en contra de la propia opinión, es la
prueba máxima de la empatía, el respeto y la aceptación, claves todas ellas
para la paz en el mundo. Escuchar a los demás les hace sentir valorados,
entendidos, importantes. Tal vez eso sea todo lo que necesitan de verdad, y al
conseguirlo podría ser que renunciaran a imponer sus opiniones y creencias.
Raimon Sansó
El País 17-1-16
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razón y empezar a tener paz’, Ari Paluch.(Planeta)
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Urano)