lunes, 7 de octubre de 2013

AGITADORES

Me limito a copiar y pegar un artículo de La Vanguardia. Es más que suficiente.


Periodistas e intelectuales

Rafael Nadal 

OPINIÓN
Cada día resulta más difícil el matiz, la discrepancia, la duda, la pregunta. Si alguien puede cargarse el proceso político de Catalunya y dividir la sociedad en bandos irreconciliables somos los periodistas y los intelectuales, empeñados en introducir en los medios un griterío que hasta ahora el país había evitado. A menudo, no escuchamos, no leemos, no intentamos entender; tan sólo gritamos sobre las palabras de los demás.
Cometemos una gran irresponsabilidad, porque llevábamos meses de debates apasionados, de preguntas y respuestas enormemente complejas y por ahora las únicas fracturas que habíamos visto son las que ha inventado la demagogia o las que ha encendido la soberbia intelectual de algunos comentaristas. Dirijan su mirada a los barrios y los pueblos y advertirán que la gente lleva tiempo haciéndose todas las preguntas. Y también que la ciudadanía da muestras de civismo, de tolerancia y de serenidad.
Es evidente que el soberanismo ha manifestado sus convicciones con firmeza y eficacia comunicativa, pero también lo ha hecho con mucha moderación y con una enorme contención gestual. La ausencia de incidentes –estadísticamente imposible– en las movilizaciones de centenares de miles de personas durante los días once de septiembre de 2012 y 2013, constituye una lección de civismo tan excepcional como el de la mayoría de los ciudadanos contrarios a la independencia, que han observado y discutido con respeto las manifestaciones. Por ahí, pues, el futuro es esperanzador. Catalunya está en las mejores manos.
Pero el proceso va entrando en un camino de provocaciones y algunos opinadores, lejos de ayudar a una reflexión serena y plural, se han lanzado a una deriva partidista. No me refiero a los incendiarios que insultan e incitan a la violencia física o intelectual contra los adversarios: a pesar de su peligrosidad, se trata de grupos minoritarios con una incidencia casi nula en la mayoría de los ciudadanos. Hablo de los que monopolizamos las plataformas de expresión públicas y privadas. De los que deberíamos hacer exhibición de reflexión y autocrítica, pero hemos caído en un fanatismo propio de hooligans de equipo de fútbol. En ambos bandos de la discusión.
Ahora mismo hay intelectuales independentistas que hacen listas de buenos y malos; que se ponen orejeras para mirar sólo en una dirección y no oír hablar ni de riesgos ni de problemas; que acusan de traición a los que no comulgan con su entusiasmo; que señalan como desafectos a quienes tratan de contrastar con solvencia y honestidad; que promueven exámenes de catalanidad y que reclaman el monopolio del patriotismo en base a su antigüedad militante, olvidando que el independentismo, mientras tenía un apoyo marginal, no era una alternativa como ahora que tiene apoyos amplísimos en la sociedad catalana.
En sentido contrario, muchos intelectuales contrarios a la secesión no sólo descalifican a quienes sostienen tesis diversas, sino que se burlan de ellos. Insultan y manipulan a conciencia, con el fin de atribuir al adoctrinamiento el impulso de un movimiento transversal que saben de sobra que sólo puede haber salido de las clases populares y medias, de abajo hacia arriba. ¡Cuántas veces no han intentado ellos mismos impulsar movilizaciones similares y han fracasado, precisamente porque no partían de la base social del país!
Algunos de estos intelectuales no supieron pronosticar a tiempo la eclosión del independentismo y quizás no han digerido su propio error de diagnóstico. Ahora, en vez de reconocer humildemente su fracaso, se han convertido en activistas que intentan hacer fracasar la independencia; en vez de preguntarse qué pasa y porqué, intentan demostrar que no se habían equivocado. Un ejercicio de prepotencia y de soberbia intelectual que los desacredita. No les niego el derecho –e incluso la obligación– de mojarse y ser fieles a su conciencia y a su compromiso con la sociedad. Pero se les debe exigir honestidad intelectual, respeto y que dejen de mirar al resto con pretendida superioridad moral.
Vienen tiempos más difíciles y se hará imprescindible una argumentación compleja, que los fanáticos de un bando y del otro no querrán escuchar. Las cosas no siempre serán como queremos. A veces ni la razón ni la voluntad son suficientes para cumplir los anhelos de las sociedades, aún cuando son mayoritarios. Cuando llegue este momento, tendremos que saber escuchar, valorar y reconocer a los demás, antes de decidir con convicción. Y sería bueno no disparar contra los mensajeros: todavía hay quienes se enfadan si decimos que llueve cuando ya hace rato que la lluvia descarga. ¿Pero si llueve, qué quieren que digamos? ¿Que luce el sol?
A muchos cada vez nos gusta más leer a los que no piensan como nosotros. Los diferentes. Los que argumentan en sentido contrario. Los que nos obligan a pensar, a detenernos y a dar dos vueltas a los argumentos. Los que nos generan preguntas y nos obligan a buscar respuestas. Los que hacen mejores nuestras propias reflexiones, confirmándolas o modificándolas.
Tengo el convencimiento de que los ciudadanos también dudan, quieren saber y quieren preguntar hasta la extenuación. Es nuestra responsabilidad hacerlo posible. Pero también estoy seguro de que tienen claras sus ambiciones; que decidirán informados y con convicción: sienten auténtica aversión a la falta de transparencia, pero también a las manipulaciones, a los pactos ocultos y al despotismo ilustrado que les pretende aleccionar

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